martes, 24 de julio de 2007

Fan Art

Gracias a Coperito por su interpretación visual de nuestro tema Medianoche.
Me pregunto… de dónde sacó la mayoría de las fotos?

lunes, 23 de julio de 2007

Fotos Intro 1999











1999: Previamente ya habiamos tenido unas sesiones de fotos, pero esta se hizo especialmente para el lanzamiento del demo Intro, fue un domingo temprano en una playa rocosa de Lima en donde encontramos una buena distribución de elementos con los que se pudo jugar, y para ser fotos de un demo salieron buenas. Hay más eh...

lunes, 16 de julio de 2007

Cumpleaños laborable


El Sr Jacko cumple hoy xxx años, y para variar se la pasará trabajando (pof)
Así que somos el sábado hasta que Viruta rompa algo.

viernes, 13 de julio de 2007

El Séptimo Cielo


De todos los aeropuertos del mundo, el de Miami siempre me pareció el más funesto. Ésta era mi segunda escala, en un viaje de casi doce horas que me llevaría a mi destino final. Mi trabajo me había hecho adecuarme forzosamente a los cambios de horario, la comida de avión y los extraños compañeros de asiento, pero a lo que nunca me acostumbré era a los infinitos intervalos entre un vuelo y otro, eso no, eso siempre se me hacía insoportable. Eran casi las cuatro de la mañana de un martes de Enero, cuando vagaba irremediablemente aburrido y acalorado por los pasillos del maldito aeropuerto de Miami, esperando un avión que llegaría recién dentro de cinco a seis horas. Pero como dije antes, el trabajo ya me había enseñado algunos trucos para hacerle frente a la modorra y la falta de sueño que siempre me invadía en los “altos” de las rutas aereas. Siempre viajaba ligero de equipaje, dado que mi trabajo no exige de mayores herramientas, ventaja que me permitía despreocuparme de recoger y arrastar por enormes recintos, pesadísimos bultos . Además descubrí en poco tiempo que casi todos los aeropuertos del mundo (incluidos los más enormes y modernos) se convertían en casi desiertas moles de concreto y vidrio durante las madrugadas. Esta vez no fue la excepción. No había ni una sola tienda abierta, e incluso los almacenes de custodia de equipaje cerraban extrañamente a las once de la noche, condenando a muchos viajeros a arrastrar durante horas sus pesadas maletas, lo cual parecía no ser ningún problema para la pareja nórdicamente rubia que casi acampaba en una de las salas de espera, provistos de los más modernos e impresionantes artefactos para “mochileros” que halla visto antes. Sus enormes mochilas se convertían casi por arte de magia en confortables habitaciones con desayuno a la cama y conexión a Internet incluida. Me sentí obsoleto por un momento, viajando con el humilde apareatejo (dizque de última generación) que me daba horas casi ilimitadas de música, proporcionándome la posibilidad de seleccionar mi propio “soundtrack viajero” para evitar las intrigantes, angustiantes y repetitivas selecciones musicales de aeropuertos como los de Tokio o El Cairo. Pero ni siquiera la música más celestial pudo tranquilizarme aquel día. No tenía ganas de recordar ninguna de mis mal aprendidas lenguas germánicas, ni de que escuchen mi cansadísimo inglés de las cuatro y media de la mañana, así que opté por ignorarlos y seguir de largo hasta la siguiente sala de espera. Un extraño personaje me llamó la atención en aquel momento. Un tipo completamente fuera de lugar. Era definitivamente latino, aunque sus ojos hundidos y su contextura extremadamente delgada parecían más bien las de uno de esos velocistas africanos. Pero lo que me llamó más la atención fue la elegantísima piyama de seda verde esmeralda que vestía, además de unas medias blancas dentro de unas sandalias de plástico grises con el logotipo de alguna marca deportiva. La imagen simplemente me atrapó y, si no era un loco de remate, tendría algo interesante de qué conversar. Fue aquella elección la que hizo que conociera al pequeño colombiano.


La vista era casi sureal. Mientras la camilla descendía por medio de varias poleas del enorme crucero de la Ital Company Cruisses el pequeño Alonso debía ensayar la menos estúpida de todas las sonrisas que pudiese. Considerando, claro, el atroz dolor que lo aquejaba, la mueca debe haberse deformado extranísima en la faz lampiña del pobre Alonso. Y es que siendo la primera vez que se hacía a la mar y con tan sólo diecinueve años encima, la posibilidad de que algo como esto le sucediése era de una en un millón, pero aquella mañana de un caluroso Diciembre de 1998, en medio del Caribe Francés, su pesadilla se volvió real. Desalojado de emergencia por estribor, el pequeño colombiano ayudante de bar: Alonso Cuevas, intentaba sonreir desde su plastica y fría camilla, apenas abrigado por su piyama de seda china y un amarillento sobre manila atado con una de las correas de seguridad contra su cuerpo, conteniendo sus documentos de identidad y otros papeles que él nunca vería hasta que se los entregaran varias semanas después. El ruido de la máquina que activava las poleas y los gritos de los encargados de manejarlas, enormes samohanos, de caras tan familiares como atemorizantes, apenas si lo distraían del cumplimiento de la última orden recibida de su superior inmediato: “Nada de alaridos escandalosos, Cuevas. Que nadie se ha muerto por un dolor de panza y un poco de fiebre. Además éste es trabajo de hombres y estoy seguro que en un par de días se le pasan los dolores y va a tener casi una semana de vacaciones hasta que lo pasemos a recoger, no se me vaya a estar haciendo el enfermo nomás, que lo regresan a su tierra más rápido de lo que se cura... Además lo vamos a bajar por la borda porque ya recogieron las escaleras y soltaron las amarras y lo va a ver medio mundo pasar por sus ventanas... Así que cambie de cara no vaya a ser que alguno de los pasajeros piense que hay una epidemia y nadie quiera comer nada... ¿Se imagina si no quieren comer? ¿o si no quieren tomar en los bares? Nos jodemos todos pues Cuevas, así que tranquilito nomás que seguro que nos volvemos a ver... pronto”

Pero... ni era tan cierto que nadie se ha muerto en uno de esos armatostes gigantescos, ni que lo que tuviese Cuevas era un estúpido dolor de panza y un poco de fiebre... ¡no!, el pobre Alonso Cuevas se sentía morir, y se moría, sin estar muy enterado del asunto, antes de alcanzar el suelo del puerto de Saint Croix, una pequeña isla en el caribe francés. Mientras los difusos rostros preocupados de cientos de turistas americanos se hacían cada vez más oscuros y difíciles de reconocer, el pequeño colombiano trataba de pensar en su madre planchándole el uniforme del ejército, en sus hermanas regresando de la escuela por el camino de tierra, hablando de las monjas nuevas con extraño acento y el golazo del recreo con el que le ganaron a los del otro salón, y en su padre respaldando su desición de dejar la fuerza armada... “y es que si no estás muerto es de milagro, que si esa bala se desvía un poquito, no la cuentas, que uno de tus tíos puede conseguirte trabajo en un crucero... ¡ésa si es una buena vida!...” mientras los rostros de los turistas asomados por la borda, se hacían más lejanos y asombrados, sobre todo por la extrañísima mueca del rostro del casi inconsciente Alonso Cuevas.


Dicen que estuvo como veinte minutos abandonado en el suelo del puerto, justo al lado de una enorme masa de hierro utilizada para atar los cabos y asegurar los barcos a tierra. Alonso sólo recordaba el sonido del silbato de la nave, el número de veces que indicaba que se iba, que partía y lo dejaba solo, mientras a su alrededor un monton de negros taxistas y trabajadores del puerto le hablaban en una lengua extraña que debía haber sido francés, pero así hubiese sido español, a Alonso le era imposible de entender. Ya no sentía dolor, sólo un intenso frío en todo su cuerpo. Las siluetas oscurísimas de los isleños se contrastaban con el cielo encendidamente azul del medio día. “En el Caribe siempre hay sol...” pensaba, mientras intentaba averiguar qué le podrían estar diciendo aquellos tipos. Quizás le preguntaban de qué se reía.

Luego de un tiempo incalculable varios pinchazos lo regresaron a la incómoda consciencia. Sus brazos volvían a despertar junto con el terrible dolor en su pecho acompañado ahora por indescriptibles punzadas en sus sienes. El sonido lejano de una pequeña radio lo hizo pensar por un instante que estaba en casa. En auqella radio pudo escuchar, casi con alegría, una tonada que parecía ser Santana. Venía de un lado de la habitación deonde estaba. Quizás se filtraba por alguna puerta o ventana abierta. La escuchaba por la oreja que sentía menos encendida, por la que que le dolía menos. No supo exactamente cuantas horas odías estuvo en aquel lugar. De ese periodo puede recordar un día en que un largo y espigado doctor de piel muy oscura y de ojos saltones leía lo que parecía ser su expediente médico. Unas extrañas trenzas de rojizos y marrones colgaban pesadas de la cabeza del médico. Otro médico trataba de explicarle en inglés, lo que debía ser su condición física, pero el pobre Alonso sólo llegaba a entender unos cuantos verbos y artículos sueltos que no le decían mucho, salvo que estaba bastante mal. Para eso no se necesitaba ser médico. Bastaba con sentir lo que él estaba sintiendo. Otro día se despertó de golpe cubierto de bolsas de hielo. Apenas si podía respirar y hablar le era imposible. Varias enfermeras trabajaban esmeradamente a su alrededor, bajo las ódenes tajantes del oscuro médico de las trenzas. Una especie de presentimiento macabro lo atacó de repente. Parecía estar siendo preparado para un milenario ritual de sacrificio vudú. Las luces de su habitación se hacían cada vez más tenues y la superficie de su cuerpo parecía estar siendo untada y luego devorada por el fuego de alguna fogata pagana y oscurantista. El médico brujo parecía ahora el director de un rito demoníaco. Alonso trataba de imaginarse en su ciudad, manejando su pequeño escarabajo en las avenidas de Medellín, paseando por la zona rosa, llena de lucecitas tintilantes y de fondo los hermosos cerros verdes sobre los que aparece una luna naranja enorme mientras del otro lado se termina de ocultar el sol, pero lo único que le parecía familiar era el calor, el calor que lo hacía sentirse pesado, hasta adormilarlo a pesar de sus ganas de despertar.

Alonso me contaba todo casi sin mirarme a los ojos. Por momentos me daba cuenta de que era como si lo contara por primera vez. Como si tratara de recordar cada detalle para que le sirviese de ejercício a su fracturada memoria. Los olores del pequeño hospital de St. Croix, el aspecto desconocido de los médicos y las enfermeras que cuidaban de él, sus alucinaciones por la fiebre, todo mezclado, vomitado de golpe a un extraño aburrido de las frías salas de espera de los aeropuertos. “Y ¿Cuándo salió de allí?” me atreví a preguntar, realmente preocupado por su aspecto aún convaleciente. Alonso buscó entonces, entre los documentos de su ajado sobre manila, y extrajo uno con particular delicadeza, leyendo lo único que podía entender de aquel desconcertante manuscrito en francés: las fechas. “Fue un 24 de Diciembre...” me dijo “El día de mi cumpleaños” a lo que agregó una sonrisa que no lograba acompañar con sus ojos tristes y cansados. Me contó algo angustiado lo difícil que había sido explicar por teléfono a sus padres su repentina desaparición sin que se preocupasen demasiado. No supo si llamar apenas salió del hospital de Miami, donde un enfermero latino le contó que aquel médico brujo de St. Croix definitivamente le había salvado la vida, que seguro las punzadas que sintió medio dormido fueron las inyecciones que le aplicaron de emergencia para contrarestar la aseptisemia que casi invadía su cuerpo, que el corte en su abdomen era producto de la intervención que le tuvieron que hacer para sacarle no se qué cosa que le había explotado dentro, y que habían sido casi veinte días hospitalizado en la pequeña isla hasta que lo pudieron estabilizar para enviarlo a un enorme hospital en South Beach a cuarenta minutos del aeropuerto donde estaba ahora. Un par de días más para solucionarle una extraña y pululenta infección al oído izquierdo (debido seguro al infernal calor de la isla) y hacerle un chequeo completo en una enorme máquina en forma de “batitubo”, para la que tuvo que firmar una declaración expresa detallando que era consciente de los efectos secundarios que el exámen le podía ocasionar, lo que alteró su presión e hizo que los médicos pensaran en retenerlo una semana más, fueron la última parte de su estadía en Miami.

Tres semanas en una suntuosa suite, pagada por la compañía, fueron la previa de ensueño para la visita de un representante de los señores de los cruceros con decenas de formularios para llenar, explicando en detalle su inverosímil historia, tratando de hacerla lo suficientemente creíble como para que la compañía figure inocente de toda culpa. Alonso estaba, de alguna manera, agardecido por el trato de los doctores y mientras llenaba los formularios y firmaba infinidad de papeles casi sin leerlos, intentaba hallar la menera de agradecerle por medio del representante de la compañía, al médico que le salvó la vida en St. Croix, cuando el enviado de traje oscuro y maneras demasido formales, le hizo una pregunta que no esperaba. El tipo puso con cuidado, dos sobres alargados tipo carta, sobre la pequeña mesa de vidrio reluciente. En uno, explicó, había un pasaje para Islas Canarias, donde se hallaba en esos momentos la nave donde debía terminar su contrato. En el otro, un pasaje hacia Colombia, con escala en Venezuela, acompañado por una “Solicitud de Desembarco” en perfecto inglés y lista para su firma, conteniendo las razones médicas de su renuncia voluntaria.


Se podía ver como el cielo azulino se tornaba rápidamente en día, y la atención con que escuchaba a Alonso se me fue por un minuto. Extrañé sentir sueño como todos los demás en ese aeropuerto. Me dí cuenta de que el movimiento en los enormes pasillos ahora era de nuevo frenético. Pero no quise quedarme con la duda del final de la historia de Alonso, después de todo, igual no podía. “Y entonces ¿Hacia dónde va ahora?” El pequeño tipo dejó de mirarme por un momento y dirigiendo sus ojos hacia ninguna parte y dijo con una leve sonrisa “Ahora voy para el Séptimo Cielo” y luego clavó sus ojos en mi cara como esperando mi expresión de asombro. “Después de toda esta experiencia debe de haberse vuelto muy espiritual, muy religioso” respondí ensayando una mueca de falsa sorpresa. “...no, que va ser!!!” respondió relajando de pronto su expresión y dejando escapar una sonrisa franca “...el Séptimo Cielo es el nombre de mi bar, es el nombre del coctel más hermoso que existe, es de un azul turquesa que se va aclarando lentamente como un amanecer... bueno es el nombre que le pondré a mi bar cuando lo tenga...” Podía ver destellos en sus ojos mientras me hablaba de su proyecto. “...El Séptimo Cielo bar – trattoría, con pizzas a la leña y los mejores tragos, en medio de la zona rosa, un local chiquito pero... ” de pronto se detuvo quedándose en silensio y su expresión volvió a ser la misma que la de hacía un rato. “... total soñar no cuesta nada... ” dijo con la misma tristeza con la que lo encontré. Luego rompió el silencio que se hacía largo... “Y vos ¿Para dónde vá?” “A Maracaibo” dije casi sin pensar... “Así que creo que vamos a compartir el avión” terminé por decir con gesto político de nuevo “casi amigo”.

Hablamos un rato más sobre los aeropuertos y cosas irrelevantes antes de dirigirnos a la cola del check in para abordar el avión. Lo perdí de vista cuando se dirigió al counter de primera clase y yo me quedaba en la cola más larga, la de todos los demás. No pasaron ni dos minutos cuando empezó a desesperarse frente a la impaciente señorita de la sonrisa fingida de la aerolinea. El pobre Alonso no podía encontrar el sobre alargado con su pasaje a Colombia y los varios billetes verdes que el emisario de la compañía le dio por sus “...servicios prestados y su amable comportamiento frente a su calamitoso y fortuito problema...”. Los segundos pasaban y el rostro de la señorita de la aerolínea cada vez se hacía menos amable, y lo peor de todo era que cada vez se fijaba más en lo peculiar de su vestimenta y se inclinaba más por notificar a la seguridad para que se ocupara de l indigente. Salí de la cola y corrí unos cuantos pasos hasta alcanzar a Alonso, mientras tanteaba ambos bolsillos interiores de mi saco. Al llegar hasta donde estaba, ya tenía en mis manos el sobre alargado que había caído de alguna manera al remover los documentos en la sala de espera. Alonso no encontraba palabras para agradecerme y mientras las; de nuevo, amables señoritas de la aerolínea casi lo empujaban hacia la zona de abordaje llegué a estrechar sus manos juntas y a decirle algunas palabras... “Después de todo, parece que usted es un hombre con suerte... lo importante Alonso... es que no pierda la fe”.

Tras acomodarse en su asiento de primera clase Alonso contaba cada uno de sus billetes verdes, mientras con el rabillo del ojo esperaba a ver aparecer en el estrecho pasillo del avión a su nuevo amigo para terminar de agradecerle. En ese momento yo miraba el avión tras los enormes vidrios del aeropuerto y miraba hacia arriba como esperando una respuesta, encontrando solamente el parpadeo incesante de un tubo fluorescente malogrado. Pasaron unos segundo y el tubo dejó de parpadear para convertirse en una luz firme y brillante. “Eso era todo...” dije sonriendo. Al mismo tiempo se cerraban las puetas del avión y Alonso preguntaba a una de las aeromozas si es que un tipo con mi aspecto ya había abordado. La aeromoza le contestó que ya todos estaban en sus asientos y no quedaba nadie fuera. Tras un rápido chequeo por el largo pasillo del avión el pequeño Alonso Cuevas volvió a insistir pero la aeromoza le comunicó que debía regresar a su asiento y abrocharse el cinturón, puesto que las maniobras de despegue se iniciarían en un minuto. Resignado y sintiendose algo cansado, Alonso volvió a su asiento guardando la esperanza de encontrarse con su nuevo amigo tras el aterrizaje o quizás en el aeropuerto de Caracas, después de todo el asiento era tán cómodo que su esmirriado cuerpo empezaba a relajarse y sus ojos le pedían descanso, sólo un poco de descanso antes de llegar a casa.

El avión empezaba a moverse mientras caminaba hacia las “llegadas internacionales”. De nuevo escuchaba mi sound track viajero cuando ví venir a una pequeña niña de la mano de una mujer de tez oscura y ojos grandes vestida de manera deportiva y con una mochila a cuestas. La niña parecía tener la cara manchada de lágrimas secas, buscaba con ojos vivaces alguien que le pareciera conocido. Caminaron hacia mí pasándome de largo, y al pasar a mi lado la mujer de la mochila, una vieja colega, me sonrió reconociéndome. Decenas de ellos me sonreían y pensé que de mi jefe puden decir muchas cosas, pero éso de que casi siempre usa caminos misteriosos, es absolutamente cierto.

Para mis amigos del Café de las Almas...

Estamos en Rumania!!!!



Miren lo que se encuentra en la web

http://synth-pop.nnm.ru/xplora_electronic_blue_2002

Nota mental: “ Comprar un diccionario Español- Rumano- Rumano- Español debo ¨

miércoles, 11 de julio de 2007

Antiparaiso

La noche anterior nos quedamos ensayando hasta las 4 am.
A las 5 am empezamos a grabar el video, terminamos a las 5 pm, y a las 6 pm teníamos prueba de sonido, que por cierto duró hasta la hora del concierto (12 pm).
Tuvimos sueño, frió, hambre, pero saben que? Valió la pena.

El show debe continuar


Y así lo entendieron los amigos organizadores del concierto en la Oroya, que movieron un velorio para que se realice el festival.
Podría escribir mil y un sutilezas pero se las dejo a ustedes como tarea.

lunes, 9 de julio de 2007

10 AÑOS YA DESDE EL PRIMER CASIOTONE



Y pasaron 10 años como si de nada se tratase.

10 años desde el primer tecladito que nos compramos para ensayar los primeros covers de Cetu Javu.

10 años desde el primer concierto en Maquiavello en Lince.

10 años que nos dejaron un demo (Intro), un disco (Azul Electrónico) tres videos (Icaro, Medianoche y Antiparaíso) e infinidad de conciertos.

10 años que nos vieron esforzarnos, ilusionarnos, caernos, levantarnos y sobre todo crecer.

10 años que nos encuentran ahora con las ilusiones y los ánimos mucho más fuertes que cuando encendimos por primera vez nuestro primer Casiotone.